Testamento de los años 70
Héctor Ricardo Leis
Publicado originalmente en TP: http://www.bonk.com.ar/tp/category/leis/
Índice:
Introducción
1 – Terrorismo y Guerrilla (Partes Primera y
Segunda)
2 – Generaciones
3 – Líderes
4 – Memoria y Condición Humana
(Partes Primera y Segunda)
Notas
Bienvenido
sea todo juicio crítico científico. Contra los prejuicios de la llamada opinión
pública, a la que nunca he hecho concesiones, tengo por divisa el lema del gran
florentino: Segui il tuo corso, e lascia dir le genti! (¡Sigue tu camino y deja que la gente murmure! (Dante. La
divina comedia, El purgatorio, canto V, parafraseado.)[i]
Karl Marx (1818-1883)
Nací en Avellaneda, Argentina, en 1943. En los años 60, fui militante
comunista y peronista. Esta experiencia me llevó a participar en la lucha armada.
Estuve un año y medio en la cárcel, fui amnistiado en 1973. Fui combatiente de
los Montoneros hasta el final de 1976. En el año siguiente me exilié en Brasil,
donde fui reconocido como refugiado político por el Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para Refugiados. Después de algunas idas y vueltas fijé
residencia en Brasil, nacionalizándome en 1992. Tengo una maestría en ciencias
políticas y otra en filosofía y un doctorado en filosofía, fui profesor de
relaciones internacionales, ciencia política y también interdisciplinar en
ciencias humanas. Con sesenta y nueve años me jubilé como profesor en la
Universidad Federal de Santa Catarina.
En este trabajo combino elementos analíticos y
testimoniales a fin de explicar la tragedia vivida en Argentina en los años 70.
Para ello abordo la relación entre el terrorismo y la guerrilla, el papel del
revolucionario, los conflictos generacionales, los procesos históricos de larga
duración y la calidad del liderazgo. Mirando hacia el futuro del país concluyo
con una reflexión sobre la memoria y la condición humana, incluyendo temas como
el resentimiento, la reconciliación, la verdad, la confesión y el perdón.
Cap. 1 – Terrorismo y Guerrilla
(Primera Parte)
El problema ha sido siempre el mismo: los que fueron a
la escuela de la revolución aprendieron y supieron de antemano que curso una
revolución debe tomar. Fue el curso de los acontecimientos. (...) Ellos habían adquirido la capacidad de representar
cualquier papel que el gran drama de la historia les asignara y, si no hubiera
otro papel a su disposición que no fuera el de villano, estaban más que
dispuestos a aceptarlo, en lugar de quedarse afuera. (...) Hay cierta
grandiosidad absurda en el espectáculo de estos hombres – que se atrevieron a
desafiar a todos los poderes y las autoridades del mundo, y cuyo coraje no
tenía ninguna duda – sometiéndose, a menudo, de la noche a la mañana, con
humildad y sin siquiera un grito, a la llamada de la necesidad histórica, por
más loco e incongruente que les debe haber parecido el aspecto exterior de esta
necesidad. Ellos fueron engañados, no por las palabras de Danton, Robespierre y
Saint-Just y todos las otras que les sonaban en los oídos, fueron engañados por
la historia y se convirtieron en los locos de la historia.[ii]
Hannah Arendt (1906-1975)
La mayor diferencia entre
los modelos de acción de las guerrillas urbana y rural está en la cuestión del
terrorismo. Varios países de América Latina pasaron de un tipo de guerrilla a
otro sin darse cuenta del cambio de valores que sigue a este cambio. La
idealización romántica de la revolución cubana se extendió a ambos modelos,
cuando en realidad la urbana es mucho más terrorismo que guerrilla. Sus
miembros pagarían caro ese error.
Los guerrilleros urbanos
sólo pensaban en el enemigo, ignoraban el poder deletéreo del terrorismo para
la calidad de la guerra. El terror es la mejor palanca para una escalada a los
extremos de violencia en los conflictos armados. Carl von Clausewitz, en su
conocido libro De la Guerra,
comprueba que, en general, las guerras no llegan a
los extremos de violencia, aunque conceptualmente las mismas implican dinámicas
en que, para ganar, los dos lados son llevados hacia los extremos.[iii]
Según el autor, las razones moderadoras del uso de la
violencia son muchas, incluyendo la presencia de factores morales, y sobre todo
que la guerra siempre se subordina a objetivos políticos. En particular, este
último aspecto supone implícitamente que los agentes conservan a lo largo del
proceso un grado relativamente alto de racionalidad. Clausewitz no hace
referencia a la cuestión del terror, él estudiaba la guerra convencional de su
tiempo. Pero aun así es fácil ver que, cuando el terror se
introduce en el medio de la guerra, la racionalidad de los actores tiende a
eclipsarse y la importancia de los factores morales y políticos a disminuir, ya
que aumenta el deseo inmediato de venganza. La cual, paradójicamente, se hace
más insaciable cuanto más avanza por el camino del terror. El terror genera
sentimientos profundamente negativos como el miedo y el resentimiento, que
alimentan el círculo vicioso de la venganza de las fuerzas combatientes
afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra a los extremos del exterminio
cruel del enemigo, dejando cada vez más lejos a los factores políticos y
morales iniciales. Sólo la rendición incondicional de uno de los lados, y no
siempre, puede evitar este exterminio. En algunos casos, como en los estados
totalitarios, incluso después de la eliminación del supuesto enemigo, el terror
sigue retroalimentándose a lo largo de los años.
En su conocido manual, La Guerra de Guerrillas, publicado en el
calor de los combates en Cuba, Che Guevara receta la guerrilla rural para toda
América Latina, rechazando explícitamente el terrorismo por considerarlo una
acción que dificulta el trabajo político con las masas.[iv]
Su opinión reflejaba el consenso del viejo marxismo, que identificaba al
terrorismo tradicionalmente con la derecha y repudiaba la atracción que ejercía
sobre los anarquistas. Tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en
los años 60, en América Latina se cambia el curso de la dinámica revolucionaria
del campo a las ciudades. En este nuevo contexto Carlos Marighella publica, en
1969, el Manual del Guerrillero Urbano, un libro de referencia para los
distintos grupos del continente, incluso los argentinos. El líder brasileño
caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el
terrorismo en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana,
concluyendo con énfasis que "el terrorismo es un arma que el
revolucionario no puede abandonar".[v]
Mientras el
terror en las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades
era elogiado. El terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha al final de
los 60. Che Guevara murió en 1967, una lástima. Aunque estimuló de manera
insensata a la guerrilla en América Latina y en el mundo, quizás hubiera sido
capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente. Era el único que
tenía la autoridad moral para hacerlo.
La historia del terrorismo demuestra que él no está sujeto a una ideología.
La acción violenta destinada a matar y a producir terror con fines políticos es
una práctica que abarca todo el espectro de izquierda y de derecha por igual, a
pesar de que su nombre no siempre sea reclamado de forma explícita, tal como lo
hizo el líder brasileño. Durante el siglo 19 y las primeras décadas del 20
el terrorismo estuvo involucrado
principalmente a la izquierda anarquista y al nacionalismo separatista. Sin embargo, entre las dos guerras mundiales, los
principales responsables por actos terroristas fueron de la extrema derecha
fascista. En el contexto de la Guerra Fría el terrorismo surgió asociado a
movimientos de extrema izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o
separatista, abarcando tanto a países desarrollados de Europa, como a subdesarrollados
de América Latina, África y Asia. Por último, en el
final del siglo 20 y principio del 21, surgió el terrorismo basado en la
religión, como el de la organización islámica Al-Qaeda, que atacó las torres
del World Trade Center. Este último fue acompañado por la Guerra contra el
Terror del gobierno Bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para
identificar a la mayoría de los enemigos de los Estados Unidos, complicando aún
más la comprensión del fenómeno. Con respecto al
terrorismo de Estado pasa lo mismo, cualquier ideología o mentalidad, ya sea de
izquierda, de derecha, nacionalista o religiosa, puede acompañarlo. A pesar de
sus diferencias, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la
Argentina de Videla, la Serbia de Milosevic, la Camboya de Pol Pot, y el Irán
de Ahmadinejad, entre otros, son Estados
igualmente responsables por actos de terrorismo. Los
comentarios anteriores permiten concluir que el fenómeno del terrorismo no
debería ser caracterizado por sus objetivos, extremamente variados, sino por su
capacidad para "envenenar" los conflictos llevando la violencia (y la
confusión conceptual) hasta los extremos.
En América Latina, no todas las guerrillas
urbanas fueron igualmente terroristas. Los Montoneros de Argentina fueron
probablemente el grupo que más adoptó este modelo de acción en los años 70,
mientras que los Tupamaros de Uruguay, los que menos. Por lo tanto, también
será distinta la responsabilidad histórica de cada grupo por la instalación de
la dialéctica de violencia de cada país. Pero en esa época nadie
pensaba que una organización revolucionaria, aun cuando pusiese bombas y matase
personas inocentes, pudiese ser terrorista. Igual que mis compañeros, yo era un
terrorista de alma bella. La verdad es difícil de aceptar no sólo para aquellos
que fueron guerrilleros, sino para la mayoría de los argentinos. Algunos autores sostienen que durante la dictadura
militar, desde Onganía hasta Lanusse, el actor principal de la lucha
revolucionaria fue la guerrilla y no el terrorismo, el cual aparecería
progresivamente a partir de 1974, con el gobierno constitucional de Isabel
Perón. Esta interpretación intenta dividir la lucha
armada en dos fases, pero ocurre que en el caso de Montoneros la lógica e
intencionalidades del terrorismo estuvieron presentes desde su primera acción
pública: el secuestro y ejecución del general Aramburu, en 1970. Este debate es fundamental para la comprensión de las
responsabilidades en el proceso de violencia que causó diez mil muertes
trágicas – cuya autoría, en una cuenta aproximada, fue de mil (1.000) por la
Triple A,[vi]
mil (1.000) por las organizaciones revolucionarias y ocho mil (8.000) por las
fuerzas militares de la dictadura de Videla.
Cuenta que, en la defensa de la dignidad de
la historia argentina, se tendría que haber hecho con precisión y consenso
público hace mucho tiempo. Mostrando falta de coherencia y bies ideológico,
esta cuenta no está en la lista de las reivindicaciones de los movimientos o de
los organismos estatales que se ocupan de los derechos humanos en la Argentina.
En la Argentina hubo guerrilla y terrorismo superpuestos casi desde el
comienzo de la violencia revolucionaria. El terrorismo se presentó con un
rostro bien definido en la ejecución del sindicalista peronista Vandor en 1969
(figura principal de la Confederación
General del Trabajo - CGT -, colaboracionista con la dictadura de Onganía y
adversario de Perón), del general Aramburu en 1970 (arquitecto de la Revolución
Libertadora que derrocó a Perón y presidente del gobierno de facto de 1955 a
1958), del sindicalista peronista Rucci en 1973 (secretario general de la CGT y
aliado muy próximo de Perón), y del ex-ministro Mor Roig en 1974 (político
ajeno al peronismo que como ministro del gobierno del general Lanusse articuló
el pacto que permitió el retorno de la democracia en 1973). Todas las operaciones fueron realizadas por comandos
Montoneros (o que se integrarían después en la organización, como en el caso de
Vandor). Los dos últimos asesinatos fueron perpetrados a pesar del país estar
bajo un régimen democrático, varios años antes de la llegada de la dictadura
militar. Entre otras cosas, el uso del terrorismo fue facilitado entre los
Montoneros por la amalgama de componentes ideológicos contradictorios que
impedían pensar en estrategias políticas realistas y coherentes. Al mismo tiempo, estos grandes gestos terroristas eran
funcionales para el crecimiento de la organización, permitiendo sumar
militantes de diversas corrientes
ideológicas. Ellos podrían venir tanto del catolicismo nacionalista de derecha,
como de la teología de la liberación marxista, del peronismo revolucionario de
derecha como del comunismo, y otras variantes de la izquierda. Los Montoneros
surgieron y consolidaron su organización en el culto a la violencia. Ellos
fueron capaces de matar a todos los que se cruzaron por delante de su voluntad
política, sin importarles su condición, ya sean peronistas o antiperonistas,
militares, políticos o sindicalistas.
Sin embargo, soy testigo de que nuestra motivación era noble. Conservo
todavía un recuerdo feliz de mi vida en
aquellos años. Fueron sombríos pero también llenos de desprendimiento, alegría
y amor. Yo sé que nuestra intención no era hacer el mal por el mal en sí mismo,
pero la astucia de la razón, irónica y perversa, pudo convertir hombres buenos
en malos, sin darnos tiempo para tomar conciencia.[vii]
El retorno de este camino sería extremamente difícil
para la mayoría, casi imposible. Los Montoneros ocultaron su ambición de poder
por detrás del liderazgo de Perón, pero cuando se dio su retorno, y él no les
entregó la dirección del movimiento peronista como esperaban, no dudaron en
matar a Rucci para llamar la atención del líder sobre sus demandas, pero sin
reconocer públicamente su autoría. Creían que la condición de revolucionarios
les otorgaba el patrimonio de la historia, por ser dueños de la verdad se
permitieron mentirles a sus contemporáneos – en el otro extremo del espectro
político argentino la situación seria semejante, la historia mundial está llena
de ejemplos de este tipo. Del mismo modo, años antes
habían matado al general Aramburu para ser reconocidos como peronistas por
Perón y por las masas. Así como intentaron ocultar la verdad de la muerte de
Rucci, en el caso de Aramburu intentaron hacer desaparecer su cuerpo, con la
supuesta intención de cambiarlo en el futuro por el de Eva Perón – secuestrado
durante el gobierno de Aramburu.
Como Eva Perón murió de
muerte natural, la saga de las desapariciones de personas asesinadas con
intencionalidad política en la Argentina del siglo 20 no la incluye. Según mi conocimiento, esta triste saga comenzó en 1930
con el anarquista Penina, durante el gobierno del general Uriburu; siguió en
1955, con el comunista Ingalinella, en el gobierno del General Perón; continuó
en 1962 con el peronista Vallese durante el gobierno provisional de Guido (que
asumió tras el derrocamiento de Frondizi por los militares); hasta llegar al
cuarto de la lista, el general Aramburu, cuyo cadáver permanecería desaparecido un mes y medio. El
imaginario de los autores de la larga lista desaparecidos que vendría después
se construyó con base en estos antecedentes.
Debido a que el asesinato de Rucci provocó una acelerada ascensión a los
extremos de violencia, "envenenando" el gobierno de Perón en plena
democracia, este atentado debería considerarse como el mayor acto terrorista de
la guerrilla argentina en los años 70. Sin embargo, por ser un magnicidio, otro
que convocó igualmente a los demonios fue el de Aramburu. Su cuerpo demoró para
descansar en paz. Además del desaparecimiento sufrido después de su muerte,
cuatro años después de enterrado en el Cementerio de la Recoleta volvería a
pasar por lo mismo. Los Montoneros repitieron la hazaña para continuar
insistiendo en la devolución del cadáver de Eva Perón. La trágica ironía de
este último hecho es que el cuerpo de Evita había sido entregado a Perón en
España tres años antes, en 1971 – era el general vivo que no lo querría traer
de vuelta al país, no el general muerto! Si la
primera desaparición del cadáver de Aramburu podía reivindicar alguna
legitimidad, la segunda no tenía ninguna razón mas que insultar la memoria de
los militares argentinos. En favor de los Montoneros se podría decir que la
falta de respeto a los muertos tiene una larga historia en la Argentina – el
cadáver de Perón tampoco se salvó y tuvo sus manos mutiladas en 1987.
El escenario terrorista argentino de los años 70 tuvo todas las
combinaciones posibles de terrorismo, uno más vinculado a los movimientos de la
sociedad civil, otro más a los organismos estatales, y casos intermedios, como
la Triple A. Todos se retroalimentaron entre sí. Obviamente, no todos los
miembros del estado o de la sociedad civil fueron terroristas de la misma forma
a lo largo de la historia. Sin embargo, hubo complicidad en diversos niveles
del Estado y la sociedad civil con el terrorismo producido por los gobiernos de
Lanusse, Perón, Isabel Perón, Videla, Viola y Galtieri. Así como hubo
complicidad con el terrorismo de las organizaciones guerrilleras en distintos
niveles de la sociedad civil y del Estado (especialmente en el gobierno de
Cámpora y de algunos gobernadores provinciales en 1973).
(Segunda Parte)
Es falso
afirmar la existencia de un "terrorismo
de Estado", como si fuera una entidad pura y separada del resto de la
sociedad, tal como pretenden las organizaciones de derechos humanos y el
gobierno de los Kirchner. No existe un terrorismo más o menos terrorista en
función de su origen, sino de su contribución a la dinámica de terror dentro de
una comunidad política. Si un movimiento terrorista, venga de donde venga,
pretende exterminar un grupo aislado e indefenso, ya sea nacional, étnico,
racial, religioso, cultural o identitario - como, por ejemplo, armenios,
bosnios, tutsis, gitanos, homosexuales, indígenas, judíos, musulmanes,
cristianos, etc. – eso constituye el peor terrorismo imaginable, lo que el
derecho internacional llama un crimen contra la humanidad. Sin embargo, el
terrorismo ejercido en un contexto de guerra o de conflicto por el poder entre
grupos armados (de manera regular o irregular), no constituye un crimen contra
la "humanidad" – a pesar de lo que digan los juristas -, sino contra
el colectivo en el que se insertan los beligerantes. En el caso argentino,
tanto el terrorismo que venía del estado, como de la sociedad civil, eran
ejercidos en contra de la comunidad política argentina. Por lo tanto, a pesar
de que los crímenes individuales puedan
ser diferenciados por sentencias y puniciones legales mayores o menores, con
relación al terrorismo, el de los Montoneros, la Triple A y la dictadura
militar son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente para una ascensión a los extremos de la
violencia.
No existe la
"humanidad" como categoría empírica, social, religiosa o política. Un
europeo y un indio de la Amazonia tienen, en cualquier nivel, más diferencias
que similitudes. La humanidad es sólo una convención moral que, en todo caso,
podría identificar a aquellos grupos
pasivos e impotentes frente a la violencia, pero nunca a los que participan
activamente en los conflictos armados, como pasó en el caso argentino, donde
hubo, sí, víctimas inocentes y ajenas al conflicto, pero que no fueron el
objetivo principal del terror, ni de un lado ni del otro. Para ocultar el hecho
de la beligerancia compartida los "museo de
la memoria", construidos durante el gobierno de los Kirchner registran
solamente a las víctimas de un lado, pero no del otro. Y para intentar una
mejor construcción del supuesto crímen contra la humanidad de los militares,
sus víctimas son transformadas en inocentes sin cualquer tipo de identificación
o vínculo con las organizaciones guerrilleras. En algunos casos, este vínculo
puede no existir, pero cuando existe, en nombre de los derechos humanos el
gobierno está suprimiendo la identidad revolucionaria de los "compañeros".
No se hace justicia a la historia, ni con el compañero o la compañera, que se
recuerde como estudiante o empleado a quién, por ejemplo, enfrentó a la muerte
con el grado de oficial de los Montoneros.
En resumen, la víctima puede ser
una persona, pero el terrorismo se ejerció a través de ella en contra de su
comunidad política. Aunque en menor grado, todos aquellos que colaboraron de
una u otra manera se convirtieron en sus cómplices y, por lo tanto, también
deberían ser procesados legalmente. Me pregunto entonces, ¿cuántos deberían
estar en el banquillo de los acusados por la lucha armada estallada en los años
70 en Argentina? Ciertamente, muchos más de los que están. Los argentinos que
fueron testigos de aquella época saben que una proporción significativa de la
población, especialmente los jóvenes de la generación de los años 60, apoyaban
a la guerrilla, así como otra parte no menos significativa, sobre todo de la
generación anterior de los años 40, hacia lo mismo con los militares.
Preguntémonos también cual es el peor terrorismo del punto de vista conceptual
e histórico. ¿Es peor aquel realizado en nombre del asalto al poder o en nombre
de la defensa del Estado? No hay ninguna legitimidad del terrorismo al servicio
del asalto al poder en un contexto democrático, como ocurrió en el período de
1973 a 1976, en el que las organizaciones guerrilleras continuaron
comportándose casi de la misma manera que antes con la dictadura. Para la guerrilla no
peronista nada había cambiado
con la llegada de la democracia. Aunque la guerrilla peronista declaró una
suspensión de sus operaciones armadas, en el caso de los Montoneros la tregua
fue más aparente que real. Como vimos en José León Suárez, la violencia surgia
casi espontáneamente. Formalmente, la tregua concluiría en septiembre de 1974,
pero las ejecuciones y las grandes acciones de los Montoneros empezaron de
manera deliberada un año antes.
Incluso contra una dictadura el terrorismo
no tiene ninguna legitimidad, si lo que quieren sus ejecutores es hacer una
revolución para imponer nuevas reglas de juego. En este caso, como bien declaró
Thomas Hobbes, el fundador de la teoría política moderna, en su libro Leviatán (1651), la legitimidad se logra
solamente cuando el grupo revolucionario
o subversivo toma el poder, nunca antes.[viii] Esto no es reaccionarismo, sino una obviedad
histórica y constitucional, el cambio de las reglas del juego, especialmente en
un sentido revolucionario, no tiene a
priori cualquier legitimidad o legalidad, en ningún tipo de régimen
político o ideología política – esto vale tanto para el Estado liberal, como
para el socialista, ya sean democráticos o autoritarios. La principal
obligación del Estado es defender su existencia con los medios a su alcance.
Como afirma Georg F. W. Hegel en su Filosofía
del Derecho (1821), el Estado, aunque
imperfecto en su realización particular, sigue siendo la institución
superior de la historia humana civilizada.[ix] El terrorismo contra el Estado es tan peligroso
porque fomenta fuerzas anti-estatales en su seno que lo degradan rápidamente en
la dirección de la barbarie. Paradójicamente, la única alternativa que resta a
los grupos subversivos y terroristas de izquierda para ganar legitimidad, antes
de la toma del poder, viene de la mano del liberalismo que ellos tanto
desprecian. John Locke, fundador reconocido de esa corriente y cuyas ideas
fundamentan las concepciones de derechos humanos y democracia moderna desde el
siglo 17, justifica claramente la revuelta de los ciudadanos contra el abuso de
poder de los gobernantes. En el Segundo
Tratado sobre el Gobierno Civil (1690), Locke afirma que los hombres tienen
derechos naturales antes de la existencia del Estado, lo que hace posible la
rebelión cuando ellos le son negados, a fin de recuperarlos[x].
En otras palabras, la revolución solamente
es legítima para restaurar los derechos perdidos, no para imponer nuevos
derechos u obligaciones. Volviendo al caso argentino, la legitimidad de la
lucha armada se agotó el 25 de mayo de 1973, en el momento que todos los presos
políticos fueron liberados después del general Lanusse haber entregado el mando
presidencial a Cámpora, un presidente civil elegido en elecciones limpias,
aceptadas por todos los partidos después de casi veinte años de proscripciones.
A partir de ahí la ilegitimidad de los grupos guerrilleros fue total. Fueron
ellos los primeros a llevar el terror a la nueva democracia, respondido enseguida
de la misma forma por la Triple A apoyada desde el gobierno. Terrores que
generaron el estado de anarquía que justificaría el golpe militar de 1976.
Intervención que fue deseada por los Montoneros y otras organizaciones,
imaginando que la salida del gobierno constitucional traería al campo
revolucionario un mayor número de fuerzas. A pesar de la dictadura militar
instalada en 1976 haber decidido avanzar con ímpetu asesino contra aquellos que
habían asumido la lucha revolucionaria, la legitimidad acumulada por la
guerrilla, en la lucha contra la dictadura militar anterior, había desaparecido
por completo debido a su lucha contra el régimen democrático constituido en
1973. Por lo tanto, la lucha de guerrillera contra la nueva dictadura militar
no fue solamente suicida, sino también ilegítima. A pesar de demoníaca e ilegal
a extremos que la guerrilla nunca llegaría, la lucha de la dictadura contra la
subversión fue legítima. Este juicio no es una mera opinión, por detrás está la
tradición política y democrática occidental. La Argentina de esos años no tuvo
combatientes, ni héroes. La lucha convirtió a todos en víctimas y victimarios
recíprocos. Hubo más víctimas en un lado que en otro, pocos inocentes y muchos
culpables. Sin embargo, hubo sentencias solamente para los de un lado.
La generación de los años 60 desafió a la
omnipotencia de Perón y de las fuerzas armadas. Pero la tragedia que provocó no
era resultado de cualquier desafío. Perón, que sabía calificar a sus
adversarios, los llamó "imberbes" cuando expulsó a los
militantes Montoneros de la Plaza de
Mayo en 1974. Perón siempre supo la importancia de las generaciones en la
historia política, al llamarlos de imberbes los encuadró deliberadamente en
este contexto. Cuando estos "apurados" – otra de las caracterizaciones
de Perón – un año antes le habían tirado el cadáver de Rucci, el viejo líder
supo de inmediato que ellos deseaban su muerte, querían ocupar su lugar.
En el mismo día en que nacía mi
hija, el martes 4 de septiembre de 1973, estaba participando de un encuentro
regional de los Montoneros en el nivel de conducción de columnas. Era en la
ciudad de La Plata, en un parque infantil estatal llamado Ciudad de los
Niños, controlado por los Montoneros. Tal vez por la influencia astral de ese
nacimiento, fue un día de suerte para mí. El encuentro era para discutir un
documento elaborado por la conducción nacional de los Montoneros, que
justificaba a las posiciones de derecha de Perón en función de un supuesto "cerco" creado a su alrededor, que le impedía
tener contacto directo con el pueblo, o sea con nosotros. La principal línea
de acción para romper dicho cerco y atraer al líder para nuestro lado era "tirarle algunos muertos", según la frase de
un miembro de conducción de columna, que debía estar repitiendo lo que
escuchara antes en un nivel superior. O, como tradujo alguien que estaba al
lado mío, "Perón tiene que saber que
podemos matar a cualquiera." Nunca me olvidaré de las expresiones y las
caras de algunos de estos compañeros, hablaban de matar con una facilidad que
parecía forzada. Matar para hacer justicia era algo que aceptaba, pero matar
para convencer a Perón de que nosotros éramos los buenos y ellos los malos,
me parecía un delirio. Me di cuenta entonces de que la mayoría de los que
estaban en la reunión eran más jóvenes que yo, sin mucha experiencia política
anterior a su ingreso a los Montoneros. Confieso que en la época mi juicio no
era moral, hacia tiempo que no sabía lo que era eso, el error me parecía
gravísimo, pero solamente en el campo político. De todos modos, mi suerte fue
haber dicho públicamente lo que pensaba, por cuenta de mis críticas sería
rebajado en dos grados, poniéndome así en un segundo plano del festival de
muertes que se venían – en los Montoneros se ganaba el ascenso por acción
militar y el descenso por acción discursiva, los grados que gané a los tiros
en José León Suárez los perdí hablando cinco minutos en la Ciudad de los
Niños. Hoy sé que la conducción de los Montoneros no sabía hacer política,
solamente sabía usar la violencia con fines políticos – que es la mejor
definición de terrorismo que existe. Cuando las armas sustituyen a la
política quedan a la vista el terrorismo y las inconsistencias programáticas.
¿Cómo era posible imaginar que, después de tener como objetivo máximo el
retorno de Perón al país, los Montoneros quisiesen hablar con él del mismo
modo que con los militares de la dictadura, por medio de las armas? Todavía me
acuerdo de mi intervención, pocos estuvieron de acuerdo conmigo. Dije que si
realmente queríamos heredar de Perón el movimiento peronista, tendríamos de
quedarnos quietos, en lugar de atacarlo, dejando que las masas hicieran su
experiencia crítica para entonces respaldarlas. Eran las masas que tenían el
derecho de criticar primero a Perón después de tantos años de espera, hacer
lo contrario seria des-respetarlas. Pero había algo más que inexperiencia
política en la conducción de los Montoneros. En ese momento, la conducción de
los Montoneros ya estaba planeando la ejecución de Rucci, más que abriendo un
debate, nos estaban informando lo que venía por delante, queriendo saber
cuales eran los oficiales fieles a su línea – años más tarde me preguntaría
quien estaba más cercado, si Perón o la conducción nacional, en función de su
absoluto centralismo y autoritarismo organizativo!
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Cap. 2 -
Generaciones
¿Quién no
desea la muerte de su padre?
-¿Está
usted en su juicio? -exclamó el presidente (del tribunal).
-Sí, estoy
en mi juicio, un juicio vil como el de ustedes, y como el de todos
esos...papanatas.
Se había
vuelto hacia el público al decir esto. Irritado y despectivo, añadió:
-A lo
mejor, han matado a sus padres, y ahora se fingen aterrados y se miran unos a
otros haciendo aspavientos. ¡Farsantes! Todos desean la muerte de sus padres.
Los reptiles se devoran unos a otros...[xi]
Fedor Dostoiewski (1821-1881)
Tratándose de peronistas que se
atrevían a matar a los amigos de Perón, atentar contra la vida de los militares
parecía una cosa natural para los Montoneros. Los oficiales superiores de las
fuerzas armadas vivieron con miedo el surgimiento de los guerrilleros en el
espejo mágico de las generaciones. Reconocían en ellos las caras de sus hijos.
El terror les confirmó que no eran los hijos deseados, ellos querían matarlos y
ocupar sus lugares. Sin embargo, nosotros fuimos aprendices de parricidas.
Admitiendo eso quizás los militares se animen a admitir también su barbarie,
atroz y demoníaca no por haber sido hecha desde el Estado, sino porque
satisficieron plenamente su deseo filicida. Para quien dude de la realidad de
estas metáforas generacionales les sugiero que piensen sobre el caso de Sergio
Schoklender y Hebe de Bonafini. Ni Dostoiewski podría imaginar que el mayor
parricida de la historia criminal argentina fuese adoptado públicamente por la
más notable madre de la historia política del país, la presidenta de las Madres de
Plaza de Mayo – entidad icónica en la defensa de los
derechos humanos en los años 70. Entre Sergio, que matara a sus padres de forma
violenta, cumpliendo severa condena por su crimen, y Hebe, que perdiera dos
hijos en manos de los militares, existió un amor declarado de madre e hijo
durante varios años, que acabó sorpresivamente en 2011, cuando el hijo
adoptivo, acusado
pela justicia de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero, desvío de recursos
públicos y asociación ilícita, apuntó a su madre adoptiva como responsable por
todo.
El conflicto que asoló los argentinos y degradó sus
instituciones se debe a múltiples factores, la mayoría bastante conocidos. Pero
existe uno, en particular, cuya importancia resulta difícil de percibir, debido
a los preconceptos reduccionistas que en el siglo 20 colonizaran primero a las
ciencias sociales y después al sentido común de los ciudadanos. Dicho factor
permite entender mejor el comportamiento extremamente bárbaro de algunos
actores en los años 70, cuestión que hasta ahora resiste a una explicación
convincente. El mismo no ayuda a captar las motivaciones racionales, ni las
causas materiales de la dinámica política argentina de aquellos años, pero
puede contribuir de forma significativa para la comprensión de la subjetividad
de los actores, en especial de sus motivaciones inconscientes y de su
traducción en sentimientos y emociones negativas. Sabemos que explicar
objetivamente comportamientos crueles en la vida pública es una de las tareas
más complejas del análisis. Hombres y mujeres de comportamiento normal y
respetuoso en su vida privada, bajo ciertas condiciones pueden transformarse en
monstruos. Hannah Arendt se refirió a la “banalidad del mal” para explicar el
comportamiento de Eichmann, el jefe de Auschwitz que después de la guerra
encontró refugio en la Argentina de Perón. Por los testimonios de los
sobrevivientes de los campos de concentración nazistas y comunistas se sabe que
la barbarie crece proporcionalmente a la negación del otro, a la incapacidad
para aceptar y entender los valores y motivaciones del otro. ¿Pero que podría
existir entre los argentinos que los aproximase a eso? Las ideologías políticas
existentes eran antagónicas y sus aristas totalitarias bien podrían explicar
las atrocidades cometidas, pero existía un plus
que aumentaba los resentimientos de las ideologías, de la lucha de clases y del
pasado violento del país. Ese plus
pocas veces se presentó con la nitidez que tuvo en la Argentina de los 70, un
país donde los problemas raciales, étnicos o religiosos no son tan significativos
como en la mayoría de los países de la región. Lo que arreció los conflictos
fue la existencia de una tremenda lucha generacional con reverberaciones en el
inconsciente de los individuos. Ese contexto hizo que la lucha armada
transformase a los individuos en personajes de una tragedia. En Homo Sacer, Giorgio Agamben afirma:
“Durante
mucho tiempo uno de los privilegios característicos del poder soberano fue el
derecho de vida y muerte.” Esta afirmación de Foucault al final de La Voluntad de saber suena perfectamente
trivial; pero la primera vez que en la historia del derecho nos encontramos con
la expresión “derecho de vida y de muerte”, es en la fórmula vitae necisque potestas, que no designa
en modo alguno el poder soberano, sino la potestad incondicionada del pater sobre los hijos varones. (...) la vitae necisque potestas recae sobre todo
ciudadano varón libre en el momento de su nacimiento y parece así definir el
modelo mismo del poder político en general. No
la simple vida natural, sino la vida expuesta a la muerte (la nuda vida o vida
sagrada) es el elemento político originario.[xii]
Mi generación fue llevada a creer que los militares
eran los padres de la Patria. Y lo eran de verdad, cuando festejé mi 40ª
aniversario la Argentina había vivido durante 30 años bajo el mando de
presidentes de extracción militar. La guerrilla desafió ese supuesto, en el
cual los militares creían más que nadie. Cuando el terror los amenazó, la
ceguera se transformó en resentimiento y delirio. Al contrario de los militares
golpistas anteriores, que traían en sus mochilas proyectos relativamente
estructurados para gobernar el país, los que acompañaron a Videla en 1976
subordinaron todo a la venganza, eran animales heridos dispuestos a exterminar
sin piedad a aquellos que los habían desafiado en su proprio territorio
existencial, el de la violencia de las armas. Aún después de derrotar a la
guerrilla, esos militares no consiguieron refrenar su pulsión de muerte e
intentaron una guerra contra Chile en 1978 – abortada por la mediación papal –
y otra contra Inglaterra, por las Islas
Malvinas/Falklands, que llevaron hasta las últimas consecuencias en 1982, pero
cuyos planes de acción habían sido ejecutados por la Marina también en 1978.
Parte en los años 60, pero sobre todo en los 70,
los argentinos asistieron a la lucha sin tregua entre la vanguardia guerrillera
de una generación más nueva, contra la retaguardia militar de otra generación
más vieja, con la edad de sus padres. Los jóvenes ansiaban el poder para
realizar sus objetivos con un espíritu tan intelectual y libertario, como
autoritario y narcisista, que creía que podía hacer lo que fuese necesario,
incluso matar. Los viejos defendían el poder con un espíritu autoritario y
ciego, sabían que no podían ser derrotados militarmente. En el límite, sus
pulsiones inconscientes le daban una potestad ancestral e incondicionada sobre
sus desafiantes. En los años 60 hubo generales que antes que matar querían
entender lo que ocurría, el límite no había sido alcanzado, pero en los 70 la
realidad fue otra, y también otros los generales.
Héctor
Jouvé, uno de los tenientes de la fracasada tentativa del Ejército Guerrillero del Pueblo, guerrilla
rural guevarista que actuó en el noroeste de Argentina, en la mitad de los
años 60 – durante el gobierno democrático de Illía –, dio una entrevista
reveladora del espíritu militar de la represión en aquel momento, cuatro
décadas después de los acontecimientos. La entrevista se hizo famosa por
haber provocado un extenso debate intelectual en la Argentina con relación al
derecho de matar, a propósito del fusilamiento por motivos banales de dos
guerrilleros pela conducción del grupo. Interesa aquí destacar otro aspecto,
quizás de menor dramaticidad, pero de alta intensidad heurística, cuando
colocado en perspectiva histórica. La entrevista permite afirmar que en 1964
existían militares consternados frente a los peligros de un futuro golpeado
por la lucha armada revolucionaria, cuyo sentido último se les escapaba
confusamente. La entrevista muestra que no todos eran iguales a los militares
que acompañaron a la dictadura de Videla. Jouvé relata que después de su
detención se encuentra con el general Julio Alsogaray, comandante de las
fuerzas militares que lo derrotaron – e que seria más tarde comandante en
jefe del ejército. El general le pregunta: ““¿Y cómo estás?”, me dice. Yo
estaba azul, no había piel que no tuviera un color azul, violeta. “No quiero saber
nada de las actividades – me dice –, no me interesa eso. Usted Jouvé tiene un
perfil muy parecido al de mis hijos. Hemos hablado con sus profesores de la
secundaria, y sabemos que usted era muy buen alumno, muy buena persona, que
terminó el bachillerato a los 16 años. Fuimos a la universidad, también
sabemos que hizo una carrera impresionante hasta que entró al servicio
militar y ahí paró, que su papá era un tipo muy respetado en su pueblo, un
tipo recto, laburante, muy estimado, honesto. No me diga que esto es porque
su mamá lava ropa”. No, no es por eso – le digo –, no es por ninguna de esas
cosas. “Bueno – me dice – pero a mí me interesa saber por qué entró a la
guerrilla, porque mi hijo se parece mucho a usted””.[xiii]
El montonero Juan Carlos Alsogaray,
hijo del
militar, seria muerto en un enfrentamiento
con el ejército, en 1976, a los 29 años de edad.
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No estoy queriendo reducir las muertes y
desaparecimientos de los años 70 a una lucha generacional. Pero una cosa es
cierta, la represión de la dictadura militar de Videla, aun siendo espantosa
tuvo método, su violencia fue cruel y excesiva pero no indiscriminada, por que
sino las guerrilleras embarazadas eran obligadas a esperar el parto antes de
morir, para después sus bebés ser entregados en adopción clandestina. Lo mismo
no ocurrió en otras experiencias históricas de exterminio – como en el caso de
los nazis, por ejemplo, donde se mataba sin cualquier distinción. La acción de
los militares argentinos tenía la originalidad de las locuras sagradas. Ellos
creían que estaban condenadas las almas de sus “hijos”, pero no las de sus
“nietos”. Frente a esos hechos me parece insustentable la hipótesis de que los
militares hayan sido personas intrínsecamente enfermas y malvadas, como supone
el sentido común vigente. De ambos lados beligerantes se cometieron crímenes
que deben ser juzgados y castigados de acuerdo con la ley, pero sus autores no
son criminales patológicos, aunque no dudo que exista un pequeño grupo con
trastornos severos de conducta. Si la violencia fuese resultado de una
patología deberíamos concluir que fue bastante contagiosa, ya que afectó a buena
parte de la población argentina, que apoyó selectivamente la insensatez que
venía de uno y otro lado, para finalmente apoyar mancomunadamente, sin
distinción de credo, a la no menos insensata Guerra de las Malvinas/Falklands.
Si existe alguna patología, ella se encuentra en la particular combinación de
imaginarios políticos fundamentalistas y resentimientos históricos de los
actores que, en un momento particular de su dinámica usaron ingenuamente el
terror, desafiando no apenas personas e instituciones sino a arquetipos del
inconsciente colectivo. Ni las ideologías, ni las pasiones, explicarían por si
mismas el grado de las atrocidades habidas. A pesar del tradicional
individualismo y narcisismo de los argentinos, las principales motivaciones de
sus tragedias no son tanto de orden individual, como colectivo. Las
responsabilidades por los acontecimientos también. Tanto en las fuerzas
armadas, como en las guerrillas, hubo hombres buenos que dejaron de serlo en
determinado momento. Y eso no puede ser explicado por patologías preexistentes.
Los reduccionismos imperantes en el debate público
sobre los derechos humanos, derivados principalmente del sociologismo y del
juridicismo, no ayudan a entender el problema argentino. El primero impide la
consideración de cualquier factor socio-biológico o psicológico en el análisis
de la dinámica política; el segundo obtura la percepción de las
responsabilidades e intencionalidades colectivas, priorizando la justicia en el
plano individual a la necesidad superior de reparar el daño producido a la
comunidad política en cuanto tal. La necesidad de un abordaje interdisciplinar
que incluya al conjunto de los aspectos afectados por los fenómenos políticos,
está presente en la mayoría de los pensadores clásicos, desde Aristóteles y San
Agustín, hasta Montesquieu, Tocqueville y Max Weber, entre otros. Pero en las
ciencias sociales contemporáneas casi no existen rastros de categorías que
engloben interdisciplinarmente a múltiples factores. Ni clase social, partido
político, movimiento social, o cualquier otra del vocabulario dominante
favorecen esa operación. Para peor, cuando aparece alguna categoría de ese tipo, ella es rápidamente
difamada y excluida por el establishment académico, que acompaña las modas teóricas
con la misma perdida de consciencia con que la población acompaña las restantes
modas. No sorprende entonces que el concepto de generación, uno de los pocos
que permite traer para el campo de la política un análisis complejo e
interdisciplinar, se encuentre ausente de la literatura. Esclarezco que los factores
biológicos no se reducen al DNA o a cualquier otro tipo de mapa genético de las
personas – cuya utilidad, al menos por el momento, se verifica en la
perspectiva de las ciencias de la salud. La investigación científica comprueba
hoy aquello que se sabía desde los tiempos antiguos, que las diferencias de
orden biológico (hormonales, en particular, pero no exclusivamente), vivencial
y cultural entre un joven de 20 años y un adulto de 50 explican una parte
esencial de sus diferencias
comportamentales. Precisamente, el conjunto de esas diferencias
constituyen a cada generación, en contraste con las anteriores. La dinámica de
las mismas trae a luz elementos que completan a los saberes disciplinares en la
busca de la verdad histórica.
Cualquiera que afirme que los argentinos no se aman
como comunidad corre el riesgo de ser acusado de traidor a la Patria, sin que
nadie se detenga a pensar si existe algo de verdad en eso. Es una pena, la
verdad no debiera ser acusada de traición. Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, fue
quizás el primero a relacionar lo que hoy se llaman factores psicológicos,
biológicos, sociológicos y políticos.[xiv] Él
utilizó el concepto de philia (amor,
amistad) para referirse a lo que cimenta la comunidad política. En este
sentido, la Argentina es un país extremo, son pocas las comunidades políticas
donde la philia se encuentra más
ausente. Esa no es una percepción intuitiva, sino fáctica, cualquier observador
neutral puede comprobar fácilmente dos cosas: la primera que la distinción de
amigo-enemigo atraviesa prácticamente cada nano-milímetro de la vida pública y
privada; la segunda que los actores orientan su acción enfatizando mucho más el
lado “enemigo” que el “amigo”. El conflicto de los años 70 muestra de forma
dramática la ausencia de philia
expresado en el choque entre dos generaciones diferentes. Desde una perspectiva
civilizatoria, lo peor de la historia argentina de las últimas décadas no fue
la catástrofe de los años 70, sino la amplia mayoría de los ciudadanos haber
pasado por ella sin comprender su sentido profundo, permitiendo así que el
viento del destino pueda alimente nuevos incendios con sus cenizas nunca
apagadas.
No es común que los países tengan una generación
que deja un registro claro de su paso, para mal o para bien. La historia sigue
simultáneamente líneas de continuidad y de ruptura, siempre que prevalece más
el segundo aspecto hay por detrás una generación en sentido fuerte. Argentina
tuvo varias generaciones reconocidas públicamente. Las más notables fueron del
siglo 19: la generación del 37, de Echeverría, Sarmiento y Alberdi; y la del
80, de Julio A. Roca. No entiendo las generaciones como cronologías regulares
en un mundo continuo, sino como momentos de discontinuidad histórica en los
cuales los individuos ganan una nueva identidad que les permite su protagonismo
en la esfera pública. Valoro el destaque dado a ese concepto por Ortega y
Gasset, a pesar de no compartir su énfasis como eje interpretativo general de
la historia. Pienso que el concepto de generación se usa habitualmente sin
observar que en el plano empírico puede tener un sentido fuerte o débil. En un
sentido débil la generación recorta (con algún grado de arbitrariedad) al
conjunto de personas que comenzaron a vivir su vida adulta en determinada
década, por ejemplo, en los años 60 o 70. Pero en un sentido fuerte se debe
reconocer que existió una generación en los años 60, pero no en los 70. La
generación de los 60 representa una condensación de nuevos valores, paradigmas
y subjetividades que tuvieran fuerte influencia en la vida política, social y
cultural del país, de ahí para adelante. No existe una generación propiamente
dicha si sus integrantes no dejan una marca original en la historia. Existe una
generación cuando un grupo humano, de edad próxima ente sí, define un antes y
un después de forma innegable. Por eso, en sentido fuerte, no existió
generación de los 70, la de los 60 colonizó esa década – así como las
siguientes, infelizmente. Esa colonización abre las puertas para la posibilidad
de transformar la tragedia en comedia, tal como afirmaba Karl Marx en El 18 Brumario de
Luis Bonaparte. La pretensión de repetir la historia por parte de
quienes asientan su experiencia sobre bases ajenas engendra frutos espurios,
que comparados con los anteriores se transforman en comedia. Es el caso de los
gobiernos Kirchner, que adoptaron valores y objetivos de la generación del 60
con escaso realismo y sin ninguna autenticidad – recordemos que Néstor Kirchner
nació en 1950 y Cristina Kirchner en 1953, ambos pertenecen a la “generación”
del 70, la mayoría de sus militantes son más jóvenes todavía.
En la guerra revolucionaria/contra-revolucionaria
que comenzó en los años 60 y tuvo su apogeo en los 70 se enfrentaron dos
generaciones, la del 40 y la del 60, la última era la que poseía un sentido más
fuerte. En esa casi guerra civil las victorias y derrotas pasarían de mano
varias veces. La generación más fuerte sería derrotada militarmente por la más
débil, que en ese campo era la más fuerte, pero la historia derrotaría a
ambas. Habitualmente se reconoce como
miembros de determinada generación a aquellos nacidos aproximadamente veinte
años antes. La generación comienza entonces cuando los jóvenes están en
condiciones de asumir sus obligaciones sociales, políticas, culturales y
económicas, nutriéndose del ambiente en que actúan. Así, la generación del 60
nació aproximadamente de 1940 para adelante. Yo pertenezco a esa generación,
nací en 1943. Es el caso también de los líderes guerrilleros, cuya media de
nacimientos se sitúa en 1942. Mi generación combatió a otra más vieja, nacida a
partir de 1920 y madurada en los años 40. La generación de los 60 en Argentina
fue construida por un espíritu del tiempo revolucionario, aventurero y vanguardista,
la generación de los 40 se nutrió, en cambio, de las ideologías y lamentos de
la Segunda Guerra Mundial, dividiendo sus simpatías entre el nazismo, el
comunismo y el liberalismo. Por causa de esa heterogeneidad los nacidos
alrededor de los años 20 no ganarían el derecho de ser reconocidos como parte
de una generación en sentido fuerte. Sin embargo, en los años 60 y 70, frente a
la amenaza revolucionaria, las elites militares condensaron las diferencias de
origen de su generación dentro de una visión burocrática-autoritaria cargada de
elementos mítico-religiosos. La generación que no supo tener una identidad
definida en los 40 alcanzó ese triste derecho apoyando a los militares en los
70. Aunque por otros caminos, la astucia de la razón preparó también un triste destino para la generación
revolucionaria de los 60. Sin cualquier autocrítica, varias décadas después de
su catastrófica gesta, numerosos militantes encontraron la realización de sus
anhelos en las políticas populistas de los gobiernos Kirchner – aprovechando,
de paso, la oportunidad para ocupar cargos públicos.
Los nombres y años de nacimiento
de los principales líderes guerrilleros, siguiendo un orden cronológico
aproximada de su aparición en el escenario público: El Kadri (1941), Santucho
(1936), Gorriarán Merlo (1941), Olmedo (1943), Quieto (1938), Abal Medina
(1947), Firmenich (1948), Galimberti (1947). La muestra revela cohesión
generacional, en la medida en que los extremos (1936-1948) se sitúan bastante
próximos de la media (1942). Obsérvese que esto no fue necesariamente así en
otros países de América Latina. En el Brasil, por ejemplo, la cuestión
generacional no fue un factor tan relevante. En contraste con la Argentina,
el Brasil tuvo líderes extremamente importantes, como Marighela (1911),
inspirador de la guerrilla urbana en el Brasil y todo el continente, y
Amazonas (1912), dirigente máximo del partido comunista pro-chino,
responsable por la principal guerrilla rural. Ambos lideres revolucionarios
eran de la misma generación que sus enemigos, como el político Lacerda (1914)
y la sucesión de generales que serían presidentes de la dictadura militar:
Castelo Branco (1897), Costa e Silva (1899), Medici (1905), Geisel (1907),
Figueiredo (1918). Marighela y Amazonas nacieron apenas cuatro o cinco años
después de la media de sus enemigos (1907. Volviendo a la Argentina,
siguiendo también un orden cronológico, los lideres militares, políticos y
sindicales más destacados que la guerrilla enfrentó fueron: Onganía (1914),
Vandor (1923), Levingston (1920), Lorenzo Miguel (1927), Lanusse (1918),
Lopez Rega (1916), Isabel Peron (1931), Videla (1925), Massera (1925). Esos
líderes mostraban una relativa cohesión en torno de la media (1922), pero de
cualquier forma ellos representaban una generación débil, que no llegaba ni
cerca a la homogeneidad en torno de grande valores y objetivos que tuvo la
generación del 60. Esos líderes ocupaban un lugar que lo habían disputado
violentamente también en el interior de su generación – a título de ejemplo
puede mencionarse que en las filas de la generación del 40 se inscriben
también figuras como Eva Perón y el Che Guevara, nacidos en 1919 y 1928
respectivamente, ambos a escasa distancia de la media de los líderes antes
citados.
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Cap. 3 – Líderes
La libertad exige
el vacío para manifestar-se; lo exige y sucumbe a él. La condición que la
determina es la misma que la anula. Ella carece de bases: cuánto más completa
sea, más vacilará, pues todo la amenaza, hasta el principio del cual emana. El
hombre es tan poco hecho para soportar la libertad, o para merecerla, que aún
los beneficios que recibe de ella lo trituran, y ella termina siéndole tan
penosa que a los excesos que provoca él prefiere los del terror.[xv]
La historia militar argentina esta atravesada por
conflictos e ideologías políticas. Únicamente un prejuicio maniqueísta podría
asemejar a generales como Perón, Lanusse y Videla. Todos fueron generales del
Ejército Argentino, por lo tanto, golpistas, pero en todo lo demás eran
diferentes. El primero fue un golpista contra un gobierno constitucional en
1943, en un contexto pro-fascista, e poseía un gran carisma que utilizó de
manera populista hasta el fin. El segundo fue un anti-peronista visceral,
golpista reincidente contra gobiernos civiles y militares, pero de ideología
liberal y de suficiente convicción republicana como para organizar elecciones
libres que le obligarían a pasar la banda presidencial al peronista Cámpora en
1973. Su republicanismo no se detuvo ahí, sino que lo llevo a criticar, en
varias ocasiones, la dictadura de Videla. En 1976, al comienzo de las desapariciones,
en Argentina circuló en voz baja que Lanusse se había encontrado con Videla
para manifestarle su oposición a los acontecimientos de la siguiente manera:
“Basta de secuestros, general; prisiones, pero no secuestros” – conversación
que luego sería confirmada. Luego de la caída de la dictadura, Lanusse declaró
como testigo contra los miembros de las juntas militares. A pesar de las
ideologías de Perón y Lanusse ser opuestas, ambos poseían en común algo que
está absolutamente ausente en Videla. Perón y Lanusse eran maquiavélicos en el
buen sentido de la palabra, eran generales políticos, tenían noción de los
límites de violencia que puede ejercer un soberano para instaurar el orden. No
eran militares que se conducían por el manual de la corporación. Videla, en
cambio, era un militar de carrera insulsa, elegido como comandante en jefe del
ejército por Isabel Perón precisamente por eso, por tener una ficha “limpia” de
acuerdo con el manual. Isabel no debía saber que también era un fundamentalista,
alguien que se sentiría con derecho a hacer de todo en la cumbre del poder:
secuestrar, torturar, matar, hacer desaparecer a los cadáveres y después
mentirle a los familiares y a la sociedad sobre esos crímenes.
Perón y Lanusse fueron grandes generales, tenían visión
de mundo y usaron el ejército para hacer política de acuerdo con sus recursos y
circunstancias generacionales, nunca confundieron a la política con cualquier
otra cosa. Videla fue un general mediocre, se dejó llevar por las
circunstancias degradantes que lo rodeaban. Por eso mismo sería una injusticia
transformarlo, junto al resto de sus comparsas, en los únicos responsables por
la tragedia, como pretende la memoria histórica construida en Argentina. Esos
militares eran parte de una estructura de liderazgo del país que hacía agua por
todos los lados, no apenas el militar. Entender la degradación de las elites
argentinas en los años 70 es un dato imprescindible para explicar la tragedia
que ocurrió. Las fuerzas en choque estaban conducidas por elites que eran
mediocres, además de inmorales. Cada uno en su terreno y con los medios
disponibles, las conducciones de las Fuerzas Armadas y de los Montoneros
excluyeron prácticamente a la política de sus agendas para disputar mejor la
carrera a favor del terror y la muerte – no hablo de otras organizaciones
guerrilleras porque no milité en ellas,
cada uno que ajuste cuentas con su pasado.
El carácter del liderazgo de los
Montoneros se hizo evidente en un programa de asesinatos que no era pensado
desde la política, sino desde el deseo, transformando al resultado de la
acción en una ruleta rusa. Las muertes eran producidas no a partir de debates
políticos o de análisis rigurosos de la realidad, sino de un cálculo basado
en el pensamiento mágico. No se
pensaba cuales podrían ser los escenarios posibles como respuesta a una
acción, se imaginaba apenas cual sería el mejor y se apostaba a eso. Si la
realidad no respondía de esa forma, nadie era responsabilizado, la conducción
no podía estar errada, nunca se hizo cualquier autocrítica pública por los
errores estratégicos de su política terrorista, se creían infalibles como el
Papa. No se importaban demasiado con víctimas inocentes, muchos de ellas
cayeron por estar en el lugar errado o usar el uniforme errado – como en el caso
del cumplimiento de las cuotas mensuales de ejecución exigidas por la
conducción, lo cual obligaba a veces a los combatientes a elegir sus víctimas
en la calle, simplemente porque
llevaban uniforme policial, percatándose después cuando los nombres aparecían
en los diarios que algunos de los muertos eran aliados o simpatizantes. El
potencial terrorista de los Montoneros era imposible de prever. Existía un
cálculo inconfeso de medio millón, entre fusilamientos y prisiones, que
debían realizarse en Argentina luego de tomar el poder, para que el
socialismo pudiese sobrevivir rodeado por un cerco de países capitalistas subordinados
al imperialismo – esa cifra me fue dicha de forma natural por un miembro de
la conducción regional de los Montoneros en 1974, como respuesta a mi
pregunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante. El terrorismo
no se practicaba únicamente en el exterior de la organización, se hizo sentir
también entre sus miembros. Hubo fusilamientos “ejemplares” de compañeros por
trasgresiones de consecuencias mínimas, que respondían más a las
circunstancias que al carácter de la persona – yo recibí orgánicamente informes
de alguna de estos “juicios sumarios”, pero infelizmente la lista de los nombres de los ejecutados
no es reivindicada por nadie, no me espantaría que los mismos estén incluidos
en la lista de las víctimas de la dictadura. De una crueldad y justificación
todavía mas banal fueron las “contraofensivas” lanzadas en 1979 y 1981 por
los Montoneros, cuando ya estaban derrotados. Firmenich declaró en una
entrevista alrededor de 1981, publicada en Habana, en una de las revistas del
régimen castrista llamada Bohemia – leí la revista pero no me acuerdo el
número –, que la muerte de los compañeros que caían en las contraofensivas
era el precio a pagar para mantener viva en las masas la presencia de los
Montoneros. Comparó también a los compañeros con los proyectiles de un arma
que la organización – esto es, él – disparaba cuando fuese necesario. La vida
humana era tratada como mercancía (precio) y como instrumento (proyectil). ¡Para
un revolucionario no podrían haber sido peores las metáforas! Lo cierto es
que la mayoría de estos compañeros fueron reclutados a prisas, en el exilio,
y enviados a Argentina sin demasiada preparación, con la promesa de que allá
habría una estructura funcionando que le daría soporte logístico. Eso no era
verdad, a esa altura la organización estaba infiltrada por los servicios de
inteligencia de la dictadura, que tuvieron poco trabajo en interceptar a los
recién llegados. Así, centenares de hombres fueron enviados al matadero en
nombre de una organización ya derrotada, circunstancia que la conducción no
podía ignorar, ya que en el segundo semestre de 1976 los principales
comandantes salieron del país como consecuencia de la falta de condiciones
para su permanencia. Con esas contraofensivas la conducción de los Montoneros
no puso en evidencia únicamente su falta de escrúpulos morales, sino también
su mediocridad política. En vez de aceptar la derrota cuando ella llega,
renunciando unilateralmente a continuar la lucha armada, para entonces
retomar la lucha política en mejores condiciones, sumando su voz y el aparato
restante a la defensa de la vida de los militantes secuestrados y
desaparecidos, así como al cuidado de los sobrevivientes, insistieron ciegos
y sordos en la muerte de más compañeros, no sabían hacer política de otra
forma. Aunque hubo algunas tentativas de juicio legal, ninguno de esos
líderes fue condenado, ni censurado severamente por la opinión pública.
Circulan libremente disfrutando del reconocimiento por su militancia pasada
de comandantes de la muerte.
Isabel Perón, peronista
colocada en la presidencia por decisión nada menos que de Juan Domingo Perón,
también baño sus manos en la sangre de los argentinos, por su apoyo e
incentivo a los crímenes de la Triple A y de las Fuerzas Armadas durante su
gobierno (1974-1976). Fue ella quien dio la primera autorización oficial para
“aniquilar” a los guerrilleros. Su desempeño en el cargo de presidente fue de
una mediocridad tal que no encuentra parangón en la historia argentina. Sin
embargo, nadie la recuerda, ni la critica demasiado, combinación perfecta
para continuar disfrutando de su libertad y dinero en España. En algunos
momentos es forzoso mencionar nombres, pero aclaro que estoy lejos de pretender
atribuirles responsabilidades exclusivas a unas pocas personas o
instituciones. Los dirigentes que secundaban a Videla, Firmenich e Isabel
Perón en sus respectivas funciones fueron tan mediocres e inmorales como
ellos. Los vicios y defectos de los liderazgos de aquellos años reflejaban y
consumaban los años nauseabundos de la vida política argentina a partir de
los años 30 – con la única excepción de los seis años de gobiernos
democráticos de Frondizi (1958-1962) y
de Illia (1964-1966). Lo que se vivió en los años 70 no fue una tragedia
provocada por individuos, sino por una cultura de violencia y muerte
compartida entre las principales elites y las masas. Pocos quedarían al
margen de esto defendiendo la letra de la Constitución y el Estado de Derecho.
La Iglesia Católica Argentina es
otro ejemplo emblemático de la cultura de esa época. Existieron algunos curas
que se rebelaron contra las autoridades de la Iglesia, pero sus voces no
encontraron eco en una institución cuyas jerarquías apoyaban abiertamente la
política de la dictadura. Los relatos de los sobrevivientes de los campos de
concentración argentinos, muestran que en algunos casos los capellanes
acompañaban las torturas, exorcizando al demonio de la misma manera que se
hacía en tiempos de la Inquisición. El arzobispo primado de Argentina, el
cardenal Aramburu, cuando se le preguntaba por los desaparecidos repetía lo
mismo que respondía Videla, que no existían, que “los desaparecidos vivían
tranquilamente en Europa”. Cuando volvió la democracia al país la Iglesia
pidió que los militares fuesen
perdonados, sin explicar de que o porque. Para sostener esta política la
jerarquía eclesiástica contó incluso con la ayuda y complicidad del Papa Juan
Pablo II, que debe haber identificado sus luchas con las de su Iglesia en
Polonia contra el comunismo soviético. El Papa era un luchador incansable por
la libertad en el mundo, pero el contexto de la Guerra Fría lo llevó a no dar
importancia al tema de los desaparecidos y a concederle al cardenal Aramburu
el record nacional de permanencia en el cargo de primado. Descubriría más
tarde que Juan Pablo II llegó a mentir para proteger la Iglesia Argentina. Cuando
él visitó a la Argentina en 1987, conociendo las críticas que recibía la
iglesia local por no haber asumido el tema de los desaparecidos, el Papa
declaró en un discurso público que la misma siempre lo mantuvo informado
sobre esa cuestión, y que sabía de sus esfuerzos frente a las autoridades
militares. Fue una mentira inspirada en la Guerra Fría, no era piadosa. Los
fieles que tuvieron familiares desaparecidos durante la dictadura saben que
sus quejas y denuncias no eran atendidas, ni tampoco transmitidas al Papa. Yo
confirmé esto de una fuente directa. Cuando estuve exiliado en Rio de Janeiro
formé parte de un comité de exiliados. En 1979 decidimos enviar un grupo a
hablar con el cardenal Don Paulo Evaristo Arns, en San Pablo, para tratar
algunas cuestiones relativas a los derechos humanos. Cuando nos recibió,
junto al pastor Jaime Wright, pidió que nos presentáramos. En el grupo había
más argentinos, pero yo fui el primero a presentarme. No puedo recordar ese
momento sin sentir otra vez la emoción en la piel, Don Paulo Evaristo Arns se
me aproximó y me pidió perdón por mi Iglesia. Sorprendido le pregunte por
qué, me respondió que la Iglesia de mi país nunca le había informado al Papa
sobre la desaparición de personas, que se informaba de ese tema
exclusivamente a través de él. El cardenal franciscano no solo me había
pedido perdón, también se había confesado.
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A pesar de todo, el gobierno de Alfonsín
(1983-1989), primer presidente elegido democráticamente luego de la debacle
militar producida por la Guerra de las Malvinas/Falklands un año antes,
demostró que la república todavía tenía reservas morales para enfrentar la
decadencia anterior. Pero esas reservas se agotaron rápido, fueron el canto de
un cisne. Lo que vino a partir del gobierno de Menem lo demostró de manera
cabal. La fiesta de la decadencia de las elites políticas continuó a su ritmo
habitual, invitando a las figuras más oportunistas, sectoriales y mediocres
disponibles para desempeñar los papeles principales. Más allá del debate sobre
el sentido del populismo es un dato indudable que ni Menem, ni Néstor o
Cristina Kirchner, los presidentes más populares de la democracia
post-dictadura, contribuyeron a la consolidación del Estado de Derecho, muy por
el contrario – y eso no fue por falta de tiempo, Menem permaneció en el cargo
por dos mandatos, de 1989 a 1999, y los Kirchner van por el tercero, de 2003
hasta la presente fecha (2012). En el campo de la sociedad civil fue lo mismo. Los
militantes de la CGT de los Argentinos fueron substituidos por los funcionarios
públicos oficialistas de La Cámpora. Personas de la estatura moral de un
Ernesto Sábato, presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas (CONADEP), organismo que publicó en 1984 el relato Nunca Más sobre los crímenes de la
dictadura, pieza ejemplar de objetividad y equilibrio en el ejercicio de la
investigación de la violación de los derechos humanos y la construcción de
ciudadanía, se desvanecieron en el aire. Fueron remplazadas en el espacio
público por líderes sin densidad propia, construidos por las circunstancias. El
caso emblemático es el de Hebe de Bonafini, madre coraje que supo en tiempos
difíciles reclamar por los desaparecidos, pero cuando las luces de la
democracia la encandilaron pasó a defender el terrorismo en su país y en el
mundo. Mujer simple pero capaz de realizar lo imposible, subordinó la defensa
de los derechos humanos a las causas de varios grupos terroristas, como la FARC
de Colombia, el ETA vasco, el HAMAS palestino y hasta el propio Al-Qaeda de Bin
Laden – cuyo atentado contra el World Trade Center fue públicamente festejado
por ella. Sospecho que si el tiempo fuera para atrás, figuras como Máximo
Kirchner y Hebe de Bonafini serian reconocidos rápidamente como “líderes de los
años 70”. Ellos no se quejarían.
Cap. 4 – Memoria y Condición Humana
(Primera Parte)
La especie humana no soporta mucho la realidad.[xvi]
T. S. Eliot (1888-1965)
En los años 60 y
70, la democracia no se diferenciaba mucho de la dictadura en la cabeza de los
jóvenes revolucionarios, ambas eran igualmente "burguesas". Sin
embargo, después de la derrota política y militar de sus fuerzas, los 80 los
conducirían sin mucha reflexión hacia la democracia y los derechos humanos.
Estos temas, lejanos de sus antiguas preocupaciones revolucionarias, serían
ahora su vía de acceso al poder. Surgió entonces un oportuno revisionismo
histórico impulsado por un conjunto heterodoxo de ex-militantes y movimientos
de derechos humanos, primero de manera ingenua y luego con conocimiento de
causa. Queriendo darles voz al dolor de las víctimas, estos movimientos se
atribuyeron el derecho de hablar también en nombre de la verdad histórica. Las
consecuencias serían nefastas. En particular, el rol del movimiento de las
Madres de Plaza de Mayo, asociado posteriormente a las estrategias políticas de
los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, resultarían en una manipulación
tan brutal, como exitosa, de la frágil memoria de los años 70, sin duda los más
trágicos de la historia argentina del siglo 20.
Pero las memorias
mal resueltas se traducen en resentimientos de fuerte potencial destructivo
para el futuro de la comunidad política. Victimizando la verdad, las Madres de
Plaza de Mayo y los Kirchner cometieron un crimen de castigo inexistente, pero
tan violento en el plano simbólico como el de sus acusados en el plano
material. Los militares mataban y borraban los rastros de las personas, aunque los
movimientos de derechos humanos no matasen a nadie, ellos se mimetizaron con
las intenciones de sus antagonistas al pretender borrar los rastros de una
parte de la verdad histórica de las víctimas. La supresión del lado "oscuro" del pasado
revolucionario fue completa, en los altares de la "patria
democrática" está ahora registrado que los guerrilleros siempre lucharon
contra las dictaduras militares y en defensa de la democracia. De la misma
manera, está registrado que nunca hubo terrorismo de parte de la sociedad
civil, solamente del Estado. La construcción de esa memoria fue un trabajo
fino, facilitado por el hecho de que los militares no son tan nihilistas como
los revolucionarios con relación a su papel en la historia. Recordando las
palabras de Arendt (ver epígrafe del cap. 1.1), los revolucionarios
"habían adquirido la habilidad de representar cualquier papel que el gran
drama de la historia les atribuyese", los militares no. Las atrocidades de
los últimos fueron inconmensurables, pero salvo excepciones, la fidelidad con
su pasado no fue menor. La derrota obligó a los primeros a cambiar, pero la
adopción de los nuevos valores de la democracia y los derechos humanos no
sustituyó a los anteriores de la revolución, apenas los sumó, evidenciando
deshonestidad intelectual y oportunismo moral. Los antiguos y nuevos valores
son contradictorios y excluyentes, unos pertenecen al paradigma colectivista
del socialismo, los otros al individualista del liberalismo.
Los discursos
actuales de los revolucionarios y los militares que se enfrentaron en los años
70 se sostienen en la misma cuerda floja. Los militares dicen que no hicieron
lo que hicieron, los revolucionarios dicen haber hecho otra cosa de la que
hicieron. Que los dioses digan lo que es peor, lo que yo sé sobre los
revolucionarios es que pensábamos nuestras acciones de acuerdo con una
filosofía de la historia totalizadora que no nos responsabilizaba por las
consecuencias de nuestros actos individuales. Paradójicamente, las amnistías
políticas tienen supuestos parecidos, sean referidas a acciones militares o
revolucionarias son de carácter colectivo, por lo tanto no afectan al individuo
como tal, sino como parte del conjunto. Pero la amnistía en vigor para los años
70 incluyó apenas a los ex-revolucionarios, los militares quedaron afuera a
pesar que ellos tenían también una filosofía de la historia que los exculpava.
Existe una fuerte dosis de cinismo cuando la sociedad juzga las acciones de un
bando de acuerdo con un presupuesto y a las acciones del bando contrario de
acuerdo con otro. En otras palabras, dos varas y dos medidas son la peor receta
para hacer justicia desde que nuestros ancestros salieron de las cavernas. Si
hay amnistía debe existir para todos, si hay juicios de responsabilidad
individual deben existir igualmente para todos. La memoria histórica que
justifica la aplicación del paradigma marxista-colectivista para disculpar a
los revolucionarios y del liberal-individualista para culpar a los militares no
es inocente, es intencionalmente perversa con la comunidad como un todo.
En el informe de
la CONADEP se afirma que “Durante la década del 70 la Argentina fue
convulsionada por un terror tanto desde la extrema derecha como de la extrema
izquierda”[xvii].
Esta visión, denominada “teoría de los dos demonios”, fue ridiculizada sobre
todo por la izquierda (peronista y no peronista) por pretender igualar las
responsabilidades de los actores involucrados. Comenzaron diciendo que hubo más
terror del lado de los militares y concluyeron afirmando que solo hubo
terrorismo de Estado. No concuerdo con la teoría de los dos demonios, y mucho
menos con la de un único demonio. La CONADEP sugiere implícitamente que se
trata de demonios relativamente nuevos. Pienso, por el contrario, que los
demonios argentinos habitan y se procrean en la larga duración del tiempo
histórico, son de una jerarquía mayor. Mi hipótesis es que la nación fue
acunada en una guerra civil que se internalizó en el inconsciente colectivo,
que los argentinos se acostumbraron a vivir en estado de guerra permanente,
manifiesto o latente, que la paz los aburre.
No existe espacio
en un ensayo como este para desarrollar esta hipótesis, ni creo que sea
necesario para entender lo que ya fue dicho sobre las responsabilidades y
confusiones de los años 70. Pero aun el lector complaciente con la lectura de
los capítulos anteriores quedará con dudas. ¿Se preguntará porque las cosas
fueron como fueron, si los 70 fueron una anomalía o parte de una serie mayor de
eventos? Si fuera confirmada, la hipótesis levantada respondería esa pregunta,
ya que ella se instala en la larga duración de la historia argentina, en el
trasfondo del drama de los 70 y de las generaciones que se enfrentaron. Sin
esta hipótesis – o alguna otra igualmente instalada en la larga duración – se
corre el riesgo de interpretar los hechos de los 70 como singulares, algo que
“nunca más” se repetiría. Pero la historia argentina está repleta de “nunca
más” no atendidos. Los años 70 representan una ruptura singular, pero también
son una continuidad del pasado. El drama está sobre-determinado por
circunstancias en el largo plazo que permiten imaginarlos como expresión de
ciclos de “eterno retorno”.
El aspecto más
visible para un observador externo de la realidad argentina es la tensión que
se expresa en la superficie de las relaciones sociales y humanas en sus
diversos niveles. Mi hipótesis es que detrás de esa tensión existe un
resentimiento de larga duración que está presente en la mayoría de los
argentinos, independientemente de sus diferencias de clase, de corporaciones o
de ideología política. El origen de ese resentimiento no residiría en las
supuestas intenciones perversas de determinados actores de la historia
reciente, va más allá. Los pueblos no construyen su historia de forma
consciente o racional, ellos son portadores de valores y sentimientos que sus
ciudadanos heredan del pasado de la nación, así como de la experiencia de su
generación. Los valores y sentimientos que los individuos heredan de su familia
o grupo étnico-social de pertenencia no son capaces, en la mayoría de los
casos, de avanzar en la contramano de aquellos que provienen del espíritu del
tiempo. A quien piensa lo contrario le pido que, imagine por un instante, los avatares de la
vida de trillizos, nacidos en cualquier país de Europa a principios del siglo
20, que quedan huérfanos en poco tiempo y son dados en adopción para diferentes
familias, una de Alemania, otra de Rusia y otra de Inglaterra. Si ellos ganan
nuevos nombres y nada les permite sospechar que son adoptados o extranjeros, el
lector será llevado a concluir que el resultado más probable a observar en los
años 30 y 40 será que uno de los trillizos habrá ganado el kit de los valores y
sentimientos de los nazis, otro el de los comunistas y el restante de los
liberales.
Pero a veces
ocurre que en un país coexisten dos tradiciones históricas igualmente fuertes y
antagónicas. En ese caso la sociedad está expuesta a enfrentar una guerra civil
manifiesta o latente. Los casos de Estados Unidos, en el siglo 19, y de España, en el siglo 20, son ejemplos de
guerra civil manifiesta que, independientemente de sus resultados, sus
respectivas comunidades supieron con el tiempo apagar los rescoldos. Pero no
todos los casos son así, Argentina pasó por un extenso período de guerra civil
en el siglo 19 (1814-1880) que el tiempo olvidó sus campos de batalla, pero
continua latente en el inconsciente colectivo. Para simplificar, los
historiadores se refieren a una lucha entre unitarios y federales, pero en esos
años no estaba en discusión apenas un régimen político, había fuertes valores y
sentimientos entrecruzados, además de una enorme cantidad de intereses
localistas contrapuestos. En esos 66 (sesenta y seis) años hubo 419 (cuatrocientas y diecinueve)
batallas entre argentinos – solo el personaje borgiano “Funes el Memorioso”
podría recordar los nombres y circunstancias de todas ellas. Los muertos y
degollados se contaron por centenas de miles, pero ningún museo de la memoria
quiere recordar su existencia. El magma de la guerra civil devoró las energías
de la nación durante más de seis décadas, sin embargo ese hecho es poco y mal
enseñado en la escuela, es enviado al basurero de la historia sin antes vacunar
a los niños. Mi generación fue educada en la creencia que nada anormal había ocurrido
en la historia del país. La guerra civil americana, aunque de corta duración
(1861-1865), fue de una intensidad tremenda, sin embargo hace tiempo que es
tratada con objetividad por la escuela de los Estados Unidos, ellos no la
esconden, ni hacen ideología con ella. En la Argentina, en cambio, cuando la
guerra civil es abordada los historiadores y el público en general son tomados
por una fuerte subjetividad y defienden a uno u otro lado sin mayor
preocupación con la busca de una verdad consensual.
La generación del
80 (del siglo 19) construyó un país moderno sobre bases conservadoras, cuyo
desarrollo económico y social vertiginoso fue facilitado por una ola de
inmigración europea no menos alucinante. La sociedad argentina que festejo en
1910 el Centenario de la Revolución de Mayo vivía en un país absolutamente
diferente del que era treinta años atrás. Buenos Aires era una lujosa Babel,
llena de extranjeros, edificios modernos, monumentos y plazas. La población
total del país casi había cuadriplicado y la tasa de crecimiento económico superaba a la de Canadá, Estados Unidos y Australia – las principales
potencias emergentes de la época. En 1884 se había instituido la enseñanza
primaria obligatoria y gratuita con excelentes resultados y en 1912 sería garantizado
el voto secreto y obligatorio. La Buenos Aires del siglo 20 festejaba el
progreso, nadie parecía
recordar la guerra civil del siglo 19. Pero en muchas de las atrasadas
provincias del interior del país no ocurría lo mismo. Cuando la situación económica
en esas provincias se volvió insustentable se creó una fuerte corriente migratoria interna en la dirección de Buenos
Aires. Principalmente a partir de 1930, el interior del país sumó una nueva ola
poblacional a la anterior de los inmigrantes europeos, trayendo nuevos
conflictos y tensiones. Pero los nuevos emigrantes tenía otro color de piel y
otras costumbres civilizatorias, sus raíces indígenas eran inocultables. Si los
europeos habían sido mal recibidos, ellos lo serían peor todavía. Esa masa de argentinos
era el recuerdo vivo de una guerra civil mal resuelta.
La
fase de 1880 a 1930 fue de relativa paz, a pesar de algunas severas tensiones y
conflictos. En 1890 y 1905
hubo sublevaciones cívico-militar en reclamo de derechos políticos, y en 1919
(Semana Trágica) y 1920-1921 (Patagonia) hubo fuertes huelgas en reclamo de
derechos sociales. Esos hechos produjeron muchos muertos y fusilados, entre
ellos había una significativa presencia de extranjeros. Ellos cargarían con
buena parte de la culpa. Pero en 1930 la guerra civil retomaría su curso,
aunque en estado latente. Viejos y nuevos resentimientos explotaban por todos
lados cuando ocurrió el golpe militar y se entronizó la dictadura fascista de
José Félix Uriburu (1930-1932). En 1930 el régimen republicano fue derrotado
por los militares, a pesar de sus vicios era la única garantía posible contra
los excesos que llevan una nación al abismo. Así como el impulso civilizatorio
de la generación del 80 llegaría hasta el 30, el impulso de barbarie de Uriburu
llegaría hasta Videla. Fue Uriburu quien institucionalizó la tortura y que
produjo el primer desaparecido de la historia argentina moderna, todos los
militares que vinieron después son sus herederos – incluyendo a Perón, que como
se sabe apoyó también al golpe del 30.
De acuerdo con mi
hipótesis, a partir de 1930 comenzaría un ciclo de guerra civil latente,
alimentado por antiguos y nuevos resentimientos. Al resentimiento de los
derrotados en las guerras civiles se sumaba ahora el resentimiento de los
vencedores contra el aluvión extranjero, que en algunos casos traían en la
mochila ideologías reformistas avanzadas, como los socialistas, y en otros
ideologías de revolución violenta, como los anarquistas. Después de más de seis
décadas de guerra civil manifiesta y cinco de relativa paz, los argentinos
descubrirían que a las viejas heridas no habían sido curadas, que la paz había
sido desperdiciada. El resentimiento se
expande por los poros de la sociedad de forma ambigua y confusa. El Ejército,
cuna de vencedores, dificulta el ingreso a sus escuelas de oficiales a los
hijos de extranjeros, pero no puede evitar que los hijos de los derrotados en
la guerra civil entren en sus cuadros de suboficiales, por ejemplo. Los
extranjeros e hijos de extranjeros que nutrían a los nuevos sectores sociales
en formación – proletariado y clases medias rurales y urbanas – son
sorprendidos a por los golpes de 1930 y de 1943, y por el peronismo que les
sigue. Serán ellos el motor principal de los partidos de izquierda y
progresistas que, llevados por creciente disconformidad por la falta de espacio
político para sus fuerzas, desembocarían
sus energías en la guerrilla de los 70. La guerra civil latente se tornó
evidente con el triunfo de Perón en 1946, a partir de ahí el país se dividió
con odio y resentimiento creciente entre peronistas y anti-peronistas. Al igual
que las familias, las principales instituciones y clases sociales del país
fueron atravesadas por esa división.
La guerra mostró
sus garras en 1955, cuando aviones militares argentinos bombardearon y mataron
a centenas de civiles en la Plaza de Mayo. Fue un episodio claro de guerra
civil. A partir de ahí el resentimiento de los argentinos nunca daría tregua,
determinando un periodo de guerra latente sin fin, con manifestaciones cíclicas
de episodios de guerra civil manifiesta – con el gobierno de Alfonsín
(1983-1989) el país pareció entrar en un período de obediencia al Estado de
Derecho, pero eso fue una ilusión fugaz, como se puede hoy comprobar (2012). No
resulta difícil suponer que los años 70 constituyeron un momento que también
daba espacio para la expresión de los resentimientos acumulados en los diversos
episodios de guerra civil, tanto del siglo 19 como del 20. Hacia los 70
convergieron dos procesos que corrieron en paralelo a lo largo de los 70: por
un lado, el del peronismo, proscripto políticamente por los militares desde
1955 y, por el otro, el de la nueva izquierda revolucionaria, que tampoco
encontraba su lugar dentro del sistema político vigente. Es posible que Perón haya
querido reconciliación a los argentinos en 1973, pero queriéndola o no ella ya
no era posible – en gran parte debido a sus acciones anteriores. En los 70
había comenzado un proceso acelerado de fusión entre peronismo y revolución que
encontró su mejor expresión en los Montoneros. Y ellos querían una confusa
revolución socialista con o sin Perón. Así como el peronismo realizó en los 40
una síntesis de fuerzas y sentimientos contradictorios, la guerrilla en los 70
también haría lo mismo, ella seria peronista y no peronista, marxista y no
marxista, de derecha y de izquierda, atraería a sus filas a los vencedores y
vencidos de las luchas pasadas.
La guerra civil no
es un invento peronista, obviamente, pero su fantasma asoló a sus dos gobiernos
emblemáticos, el de Perón y Eva (1946-1955) y el de Perón e Isabel (1973-1976).
En los últimos meses de ambos gobiernos el país vivió al borde de la guerra
civil, con grupos de civiles y militares armados matando gente por la calle. No
es casualidad, la historia del peronismo y de las fuerzas armadas es
concomitante, ambos actores se resienten por igual de su destino, se sienten
incomprendidos e injusticiados por sus adversarios, los cuales no merecen ni la
ley: “al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”
– según una conocida sentencia de Perón, pronunciada frente a las
cámaras en 1971, que sirve para ilustrar tanto el comportamiento histórico del
peronismo, como el de las dictaduras militares. Para algunos politólogos la
democracia argentina continua firme su proceso de consolidación. Estoy en
desacuerdo, pero no voy a entrar en detalles, el presente no es el foco de este
ensayo – aun así, a titulo de ilustración me permito aventurar que al final de
la era Kirchner el país asistirá a un nuevo ciclo de violencia entre
argentinos. La guerra civil argentina todavía no terminó porque la comunidad
continúa dividida. Es importante entender la sobre-determinación del presente
por el pasado en la Argentina, eso ocurrió en los 70 y continuará ocurriendo en
el futuro, por lo menos hasta que los argentinos se sientan parte otra vez de
una historia común. Los militares que dieron el golpe en 1976 continúan aun
ocupando la primera plana de las noticias de los tribunales, como de costumbre no hay política ni
intención de pensar la reconciliación nacional por parte del Estado. Por eso el
resentimiento se acumula y la guerra civil retorna cíclicamente. La fuerza de
la explosión dependerá de las circunstancias, podrá haber centenas o millares
de muertos, podrán ser degollados, fusilados o desaparecidos, pero en todos los
casos ocurrirá siempre la misma tragedia de argentinos matando a otros
argentinos sin misericordia, con odio. Un dato curioso de ese eterno retorno es
que los fantasmas alternan sus posiciones ideológicas sin pudor, eso es posible
porque el resentimiento es una motivación que no se apoya en distinciones
racionales sino en sentimientos y valores difusos.
La palabra
“vuelve” tiene ecos profundos en la Argentina, el pasado siempre está
volviendo. Aramburu fue condenado a muerte por su pasado, no por su presente.
El pueblo peronista dio rápidamente un enorme reconocimiento a sus ejecutores,
ellos no estaban comenzando algo nuevo, sino continuando algo antiguo. Ese acto
no tenía ningún valor simbólico como anuncio de un camino hacia el socialismo,
su tremendo poder residía en ser un acto de venganza, que pretendía cambiar la
derrota del pasado en victoria futura. Pero el comando que lo ejecutó traía más
cartas en la manga, la enunciación de su acto fue hecha en un comunicado
firmado con el nombre “Montoneros”, en donde se incluía en el texto la piadosa
frase: “Que Dios Nuestro Señor se apiade de su alma”. Los Montoneros eligieron
para sí un nombre arquetípico que identificaba a las tropas irregulares en la
guerra civil argentina del siglo 19. Los montoneros (o las montoneras) fueron
protagonistas decisivos en muchos combates, su heroísmo era mítico. Dando ese
nombre a la organización ellos atrajeron inmediatamente la simpatía de los
descendientes de los derrotados en esa guerra. Incluyendo a Dios en su primer
comunicado los Montoneros consiguieron también atraer simpatías importantes
entre los descendientes de las elites vencedoras, que vivían con culpa la
historia argentina – Dios había sido citado de una forma que, por cierto, no
traslucía el contenido doctrinario de la teología de la liberación de los
comandos, sino la religión oficial del Estado Argentino.
La fuerza de la
guerrilla de los años 70 se hubiera quedado muy atrás de lo que fue sin la
invocación de esas fuerzas míticas y sagradas en el primer comunicado de los
Montoneros. Las otras organizaciones revolucionarias – ERP, FAL, FAP, FAR, etc.
– se presentaban con nombres y siglas convencionales, sin cualquier atractivo
especial. Sin la presencia de los Montoneros hubiera habido igual guerrillas
peronistas y no peronistas, pero su expresión popular y sus efectos políticos
hubieran sido bien menores, así como la convocatoria para sumarse a sus
estructuras de combate. La guerra hubiera durado menos y quizás no hubiera
habido ni siquiera un Videla – ¿quien sabe? Una astucia cruel de la historia
fue que la conducción de los Montoneros se dejó engañar por los efectos de sus
primeras acciones. Ellos creyeron que eran los principales artífices de la
enorme popularidad y reconocimiento que rápidamente ganó la organización. Se
creyeron que la espantosa dinámica de crecimiento de sus filas, especialmente
en los años de 1972 y 1973, se debía a su “genio” político. Se atrevieron así a
desafiar a Perón y a las fuerzas armadas al mismo tiempo, y en el momento más
crudo de su derrota llegaron a pensar que existía un movimiento de masas
montonero que era la expresión superior del peronismo conducidos por ellos. Era
tanto su auto-engaño que se creyeron invencibles y en 1979-1980 no vacilaron en
mandar para la muerte a sus últimos militantes, convencidos de que al llegar a
la Argentina se multiplicarían como por arte de magia. Muchos analistas ven
esas “contraofensivas” como graves errores políticos de la conducción. Fueron
mucho más que eso, fueron la prueba última y definitiva de que la conducción de
los Montoneros no soportaba la realidad. Como los “aprendices de brujo”, habían
desatado fuerzas que no sabían como controlar sin invocar a la muerte, hasta el
fin.
(Segunda Parte)
El fenómeno del
resentimiento tiene raíces antiguas pero cobra importancia fundamental con la
llegada del mundo moderno, sumando los conflictos por los valores sociales y
culturales de la nueva dinámica histórica a las tradicionales luchas políticas
y militares. Los derrotados en ese mundo de grandes transformaciones son
empujados cada vez más para atrás con el correr del tiempo, aumentando su
impotencia y resentimiento en la misma proporción. En ese contexto, acompañando
a la eclosión de las masas en la política aparecen individuos y grupos que
intentan ponerse por encima de las leyes y los dioses, lo cual lleva a que se
atribuyan el derecho de hablar sin escuchar, o de hacer y deshacer aquello que
es prohibido al resto. Eventualmente pueden ser encontrados entre ellos a
figuras carismáticas y/o personas altruistas, pero la ceguera sobre el
verdadero sentido de sus actos los conduce inevitablemente a la ruina. Sin
visión de la realidad se sienten imposibilitados para pedir perdón por sus
actos y así tornar posible la cura de las heridas causadas en la comunidad
política. En ellos se cristaliza la convicción de que la culpa siempre es de los
demás, frente a los adversarios son cegados por un deseo de venganza que les
impide emprender cualquier sacrificio por el bien común.
Para Friedrich
Nietzsche el resentimiento surge a través de una operación sugestiva, por la
cual el odio de los vencidos es transformado en una victoria moral.[xviii]
En la literatura posterior a Nietzsche, el concepto de resentimiento fue
ganando relevancia progresiva para entender la dinámica histórica tanto de los
vencidos, como de los vencedores, dependiendo de las circunstancias. Más allá
de las diferencias entre diversos autores existe consenso sobre el hecho que el
resentimiento evidencia un tiempo penoso que no puede ser superado u olvidado,
transformando a los seres humanos en rumiantes de la memoria. Esto trae
consecuencias que el análisis político y social contemporáneo no sabe todavía
como enfrentar. En las últimas décadas, las ciencias han reivindicado el valor
de la memoria como una parte esencial de la condición humana. Pero el
congelamiento de un sufrimiento vivido amenaza al futuro con la espada de la venganza.
El recuerdo y registro de los hechos históricos es tan deseable como el olvido
de los sentimientos negativos asociados a los mismos hechos. ¿Que hacer,
entonces, cuando determinadas sociedades o grupos humanos quedan presos a un
resentimiento que se retroalimenta estableciendo un círculo vicioso que amenaza
no tener fin? Para no caer en el abismo de la barbarie vencedores y vencidos
deberán buscar algún tipo de reconciliación. El perdón y el sacrificio son los
únicos caminos para eso. El tiempo por sí solo no cura el resentimiento, por el
contrario, lo aumenta. La reconciliación no ocurre si los actores (o los
descendientes históricos de estos actores) no quieren perdonar ni ser
perdonados.
El perdón, el
sacrificio y la reconciliación son temas centrales de la tradición
abrahámica, que nutre tanto
al judaísmo como al cristianismo y al islamismo. En la Condición Humana, Hannah Arendt afirma que el origen religioso de
estos elementos no impide trasladarlos a la política[xix].
Sin embargo, en el mundo contemporáneo difícilmente ellos llegan de forma
auténtica. El sentido común de la política contemporánea es extremadamente
secularizado y creó, en función de eso, una falsa antinomia entre perdón y
justicia. Pero al contrario de lo que se piensa habitualmente, la justicia –
entendida como condena de los culpables – no excluye al perdón. Por más que la
relación entre justicia y perdón pueda ser tensa debe recordarse que no son
opuestas. Tzvetan Todorov afirma que la justicia prioriza la ley, ella es
punitiva, pero no reparadora, no se preocupa con el bien de la comunidad. La
única diferencia entre la venganza y la justicia punitiva es que la primera es
ejecutada por agentes privados y la segunda por agentes públicos. A pesar de
esa diferencia ambas responden al mismo padrón, “la ley del talión no ha sido
abandonada”.[xx] Con la condena a Videla el Estado ejerció una
justicia pública, con la condena a Aramburu los Montoneros pretendieron una
justicia privada – en este sentido, la ejecución de Aramburu tenía un justificativo
que el asesinato de Rucci no tuvo, él fue muerto apenas para mandarle un
mensaje (terrorista) a Perón. La justicia reparadora, que también puede ser
llamada reconciliadora, prioriza la comunidad antes que los individuos, ya que
aspira a la cura de los resentimientos mutuos entre culpables y victimas de una
historia común.
El perdón es el
único camino que garantiza la
reconciliación. Sin pedir perdón, sin perdonar a quien lo pide, los errores del
pasado continuarán amenazando al presente y al futuro. Pero sin el sacrificio
de la confesión, el perdón puede tornarse un artificio instrumental sin efecto.
El sacrificio es un elemento central porque demuestra la autenticidad del
perdón. El sacrificio de la confesión garantiza la verdadera intención de paz.
Que esa intención no existe en Argentina se prueba fácilmente, incluso después
de cuarenta años de la tragedia de los años 70, no existe el menor deseo de
confesar por parte de los participantes en los hechos de violencia. Peor
todavía, cuando aparece alguien como el capitán Adolfo Scilingo, que en 1995
confiesa arrepentido su participación en los
llamados “vuelos de la muerte” de la Marina (que arrojaban personas vivas al
mar), rápidamente es denigrado
por todos – organizaciones de derechos humanos, actores políticos, opinión
pública y gobierno. ¡No sea el caso que su actitud sea imitada! En la Argentina
son incentivadas y premiadas las acusaciones y la justicia punitiva, no las
confesiones y la justicia reparadora
Los
acontecimientos del pasado son procesados a través de una dialéctica entre la
memoria y el olvido. Los actores construyen una memoria que para fortalecerse
necesita olvidar momentáneamente algunos hechos de su pasado. En particular, de
aquellos que aun siendo verdaderos y comprensibles presentan elementos
contradictorios con las necesidades del presente. La literatura sobre memoria
apunta casos interesantes. Uno de ellos es el de los alemanes, enseguida
después de la Segunda Guerra Mundial, que precisaban construir un consenso
nacional sobre los crímenes de guerra del nazismo. En esa memoria había poco
lugar para los crímenes de guerra cometidos por los Aliados contra los propios
alemanes – como, por ejemplo, el que ocurrió en la ciudad de Dresde, pocas semanas antes de la rendición
de Alemania, que fue bombardeada con el objetivo principal de aniquilar a su población civil. Esos hechos debían
ser olvidados para facilitar la convergencia de los alemanes en los trabajos de
reconstrucción del país junto con los Aliados. Algo parecido ocurrió en la
Argentina, donde los atentados terroristas de la guerrilla, realizados entre
mayo de 1973 y marzo de 1976 – momento en que el país estaba viviendo bajo un
gobierno democrático–, tuvieron que ser olvidados cuando retornó la democracia en diciembre de 1983.
La nueva memoria tenía que unir a los argentinos contra la dictadura militar
pasada y contra las fuerzas armadas del presente, que aun se sentían con poder
para amenazar el futuro. En ese momento no había tiempo y lugar para otra cosa.
Pero el tiempo debería avanzar en dirección de la sustitución de las memorias
instrumentales, fruto de las circunstancias, por memorias que gradualmente se
aproximen a la verdad. En la Argentina parece ocurrir lo contrario, a medida
que pasa el tiempo las memorias históricas se tornan más instrumentales y menos
verdaderas.
Cuando la
instrumentalización de la memoria histórica se vuelve dominante, deja de ser
posible la existencia de una dialéctica auténtica, guiada por el bien común,
entre memoria y olvido. En esos momentos la sociedad es obligada a dividirse en
torno de memorias opuestas, donde lo que recuerda una parte de la sociedad es
olvidado por la otra y vice versa. Son momentos de fuerte conflicto simbólico,
en los cuales la sociedad se polariza dejándose llevar por una relación
amigo-enemigo que exacerba la visión del enemigo, no la del amigo, colocando en
riesgo el futuro político de la comunidad. Los agravios, de palabra y de hecho,
que cada uno de los actores hizo contra el otro en el pasado parece que no pudiesen
ser olvidados. ¿Qué hacer para salir de esta situación? La reconciliación es la
única solución existente. Pero la misma tiene un fondo trágico que para ser
superado necesita del perdón y de la verdad. Sin embargo, el perdón no siempre
es posible, posee un lado existencial que supera las posibilidades de la
política. ¿Como se podría perdonar lo imperdonable? – se preguntaba Jacques
Derrida a propósito del Holocausto.[xxi]
No obstante, el perdón es imaginable como posibilidad siempre que la verdad sea
revelada para todos. Sin verdad no hay lo qué perdonar. ¿Pero qué hacer cuando
la verdad no es consensual y, por lo tanto, ni siquiera existe la eventualidad
de una reconciliación por el perdón? En este caso solo restan las confesiones.
Una muestra de la degradación de quienes hoy reclaman el perdón para los
militares o defienden la amnistía que protege a los guerrilleros es el hecho de
no reivindicar en ningún caso la debida confesión de los mismos.
Cabe hacer una última pregunta: ¿existe alguna
jerarquía entre verdad, justicia y memoria, incluyendo en el entorno de estos
valores sus aspectos correlatos? Para la tradición ética occidental no existe
duda que la verdad es el valor principal. Mal se podría hacer justicia sin el
conocimiento de la verdad. Para una comunidad política la verdad se vuelve
esencial porque se refiere a su propia existencia como tal. La verdad es la justicia que una comunidad hace con su
futuro. La injusticia, por peor que sea afecta únicamente a una parte de la
comunidad, sean individuos o grupos. Sin la verdad, los resentimientos y los
preconceptos que conducen
a la injusticia nunca desaparecen. En este sentido se puede afirmar que la
verdad es terapéutica, mientras que la justicia que no se subordina a la verdad
está lejos de serlo, por el contrario, crea más enemistad que amistad en el
interior del cuerpo político. Así como la justicia no puede negar su parentesco
con la venganza, la verdad tampoco puede negar su intimidad con la confesión y
el perdón.
Sé que mi texto llega demorado, precisaba de una
señal para escribir y ella finalmente llegó. Próximo de mis 70 años la
inercia se transmutó en urgencia de escribir mis memorias. Pretendo
concluirlas en breve, pero la urgencia fue tanta que fui obligado a escribir
primero este ensayo sobre los años 70. En mi vida no recuerdo haber
hecho nada con intención perversa o
egoísta, por el contrario, pero hace tiempo que descubrí que fui parte activa
de una dinámica histórica que podría haber evitado, si hubiese encontrado
dentro de mí reservas morales e intelectuales suficientes para enfrentar el
lado oscuro del espíritu del tiempo de mi generación. Sin embargo, ser más
sabio me exigía no aceptar en aquel
momento el desafío de la revolución y, al final de cuentas, haber participado
me dio una oportunidad de sabiduría mayor. Solo aquellos que se equivocan
tienen la oportunidad de alcanzar una verdadera sabiduría, enseñó Platón en
el albor de la cultura occidental. No existe sabiduría innata que ayude
evitar los males de este mundo, los seres humanos nacen apenas con una chispa
de la luz universal, que por ser tan reducida solo puede ser usada a
posteriori, nunca a priori. Si algún factor me hubiese impedido participar en
la principal jugada histórica de mi generación, no por eso la tragedia no
hubiese ocurrido. Y, habiendo ocurrido, mi participación me permitió mirar
hacia atrás y reconocer que todos – y cuando digo todos quiero decir todos –
hicimos cosas que nunca imaginamos que haríamos. Comprender eso me dio
fuerzas para mirar hacia el futuro y criticar la mentira y la falta de
compasión de las memorias vigentes en la Argentina, que rechazan la confesión
y el perdón - términos que en el vocabulario político vigente equivalen a
malas palabras. Concluyo entonces mi texto confesando que contribuí al
sufrimiento argentino con acciones y pensamientos luminosamente ciegos. Pido
perdón a las víctimas de los hechos donde mi participación fue directa, como
en José León Suarez hace casi cuarenta años. Pido también perdón a los
inocentes y a las generaciones posteriores a la mía, que aun sin ser
responsables por los acontecimientos de la reciente historia argentina
continúan siendo castigadas con la ignorancia de su verdadero sentido,
impidiéndoles así de parar el yira-yira del karma nacional.
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El desierto crece: van aumentando los anillos
pálidos y estériles. Ahora desaparecen las zonas avanzadas que estaban llenas
de sentidos: los jardines de cuyos frutos nos nutríamos despreocupadamente, los
espacios pertrechados con instrumentos bien probados. Ahora las leyes se
vuelven dudosas, los utensilios adquieren un doble filo. Ay de aquél que
alberga desiertos: ay de aquel que no lleva consigo, aunque sólo sea en una de sus células, un poco de aquella
sustancia primordial que una y otra vez es garantía de fecundidad.[xxii]
Ernst Jünger (1895-1998)
NOTAS:
[i] Karl Marx, Prólogo a la primera edición
alemana del primer tomo de El Capital, ver en: http://www.marxists.org/espanol/m-e/1860s/palp67s.htm (leído en 21/06/1943)
[ii]
Hannah Arendt, Sobre a Revolução,
Lisboa: Relógio D’Água, 2001, p. 68-69.
[iii] Carl von Clausewitz, Da Guerra, São Paulo: Martins Fontes,
2010.
[iv] Che
Guevara, La Guerra de Guerrillas, ver
en:
http://www.angelfire.com/de2/cheguevara/arquivos.htm
(leído en 01/06/2012)
[v] Carlos
Marighela, Manual do Guerrilheiro Urbano,
ver en:
http://www.angelfire.com/de2/cheguevara/arquivos.htm (leído
en 01/06/2012)
[vi] La Alianza Anticomunista Argentina, conocida como Triple A, fue un “escuadrón de la muerte” creado durante el gobierno de
Perón e Isabel Perón (1974-1976) con el objetivo de asesinar a los militantes y
simpatizantes de las organizaciones guerrilleras. Fue integrada por civiles y
miembros de las fuerzas de seguridad (retirados y en actividad).
[vii] El
concepto de "astucia de la razón" fue criado por Georg W. F. Hegel
para poner en evidencia el desacuerdo entre los hombres, que creen estar
haciendo su propia historia, y la realidad, conducida por una razón que los
trasciende y castiga sus pretensiones al producir resultados contrarios a las
expectativas.
[ix] Georg W. F. Hegel, Filosofia
do Direito, São Paulo: Edições Loyola, 2010.
[x] John Locke
Segundo Tratado sobre o Governo Civil, Petropolis: Ed. Vozes, 2001.
[xi]
Fedor Dostoiewski, Los Hermanos Karamazov, p. 427, en: http://www.choapa.org/karamazov.pdf (leído en 21/06/1943)
[xii] Giorgio Agamben, Homo Sacer, Valencia: Pre-Textos, 1998,
p. 113-114.
[xiii] Héctor Jouvé,
“Entrevista”, In: No Matar – Sobre la
Responsabilidad. Cordoba: Ediciones La Intemperie, 2007, p. 21-22
[xiv] Aristóteles, Ética
a Nicômacos, Brasília: Editora da UnB, 1985.
[xvi] T. S.
Eliot, Assassínio na Catedral, em
OBRA COMPLETA, vol. 2, São Paulo: Arx, 2004, pp. 74-75.
[xvii] Nunca Más, Buenos Aires:EUDEBA,1984,p.7.
[xviii]
Friederich Nietzsche, Genealogia da
Moral, São Paulo:Companhia das Letras, 2003.
[xx] Tzvetan Todorov, La memoria ¿un remedio contra el mal? Barcelona:
Arcada, 2010, p. 31.
[xxi]
Jacques Derrida, “Desconstruindo o terrorismo” In:BORRADORI, G. (org.). Filosofía em Tempo de Terror. Rio de
Janeiro:Jorge Zahar,2003.